Hay una columna muy tierna de Gistau donde el padre que fue niño sin padre demasiado pronto se pregunta por algún momento fronterizo entre las edades de su vida. «Cuando me fueron retiradas las rueditas traseras de la bicicleta con un destornillador», empieza a decir, además de la expulsión definitiva de la infancia que supuso la muerte de su padre. La columna es tristísima. Y lo es por muchísimas razones a posteriori, pero sobre todo es triste si uno piensa en el tiempo durante el cual en tantas vidas ya no hay nada que tape la tristeza.
Me acordé de Las rueditas traseras al leer el reportaje La crisis de los 40 de los millennials que publicamos este finde. Rodrigo Terrasa preguntaba a algunos millenials que qué habían conseguido en su vida comparado con lo que querían conseguir. O lo que es peor: con lo que habían conseguido sus padres. Qué sadismo.
Al parecer, los millenials eran una generación preconfigurada para comerse el mundo y el mundo se los acabó comiendo a ellos. -Salvo si sus padres les dejaron los ruedines hasta los 40-. Así, generalizando, los millennials eligieron carrera cuando explotó la crisis de 2008; salieron al mercado laboral cuando algunos de sus estudios ya olían a naftalina y las empresas tradicionales estaban ocupadas desde la Transición; los que encontraron cierta estabilidad se contagiaron con la pandemia; y, al final, para goce de los a-ti-lo-que-te-hacía-falta-es-una-guerra, recibieron una a las puertas de casa. Resumiendo. Y con eso se podría debatir si, como decía Gistau, las pruebas de ingreso en la edad adulta son hoy menos exigentes que antaño. No sé. Cada generación tiene sus rubicones y se prepara para cruzarlos.
Ahora que he tejido esta red de seguridad, voy al tema: las crisis relacionadas con la edad son un inventito. Uno buenísimo con el que tratamos de encubrir errores personales, frustraciones laborales o las deficiencias del modelo de nuestro sistema. Claro que existe un reloj biológico, sobre todo para ellas, que de cierta manera programa un guion de vida a quienes desean tener hijos. La vida no circula por la misma dirección si a los 30 estás criando a un bebé o si te haces un Papuchi o un Sánchez Dragó y les das el biberón a los 80. O si se lo da la mucama o el mucamo a quienes pagas. Pero cualquiera de los dos caminos, al menos, parece elegido. El drama está en esa escala de grises de treintañeros que entre los 30 y los 40 dicen no encontrar el momento de estabilidad ni económica ni emocional para tener un hijo. ¿Quién les da una respuesta? ¿Qué ha fallado para no poder dársela? Preguntas amplísimas. Ahora bien: si el deseo es formar una familia y vivir bien -es decir, con calidad-, quizá no puedes aspirar a hacerlo en la hostilidad de la M-30 de Madrid, a no ser que te guste el camping y alquiles un par de tiendas de campaña bajo algún puente. Pero eso no tiene que ver con la edad, tiene que ver con la aspiración y la ambición. Con las oportunidades. Con elegir. Por eso digo que muchas crisis que se vinculan a la edad tienen más que ver con una crisis derivada del modelo de vida que cada uno quiere alcanzar. Y del modelo de vida que ofrece cada ciudad. Cada sociedad cava sus propias tumbas.
Pienso en la adultez, por cierto, y me imagino a mi padre y a mi madre con mis años. No es ninguna novedad. Nos pasará a todos. Me veo más juguetón, más inmaduro quizá. No me molesta: esos mecanismos también me permiten ser muchísimo más optimista.